Lo que en Europa puede parecer algo muy simple, como es desplazarse a pie o en transporte público por cualquier pueblo o ciudad, en Asia se convierte, por momentos, en una auténtica hazaña. Especialmente complicado es pasear por calles y avenidas, donde las aceras brillan por su ausencia y el calor y la humedad te convierten en un verdadero despojo en poco más de diez minutos.
Por ello, y aunque uno tarde en resistirse y pretenda llegar caminando a todos los destinos turísticos que marca la Lonely Planet (la Biblia del viajero), al final hay que claudicar y unirse al enemigo. Éste, en el caso de Camboya, viaja en tuk-tuk, una especie de remolque tirado por una moto que opera prácticamente como un autobús local de baja tecnología y aire acondicionado natural (CO2 y otras sustancias nocivas).
Aunque empezó siendo el único medio barato capaz de transportar mercancías de las zonas rurales a la ciudad, el auge del turismo (“un gran invento”, que diría Paco Martínez Soria) los convirtió en países como Camboya en el equivalente al taxi. Hasta tal punto que en el reino de los templos de Angkor los primeros taxis, como los conocemos en el Viejo Continente, llegaron hace poco más de 6 meses.
Con las hordas de turistas aterrizando en los aeropuertos, también llegó el negociete para los tuktukeros (palabra ésta inventada por los expatriados españoles), que no dudan en inflar los precios de las carreras según la hora o el día, o directamente según les apetezca. De este modo, es posible que una misma distancia a recorrer pueda costar dos o tres dólares más sólo con media hora de diferencia. Sería como la bajada de bandera nocturna, pero sin bandera ni nocturnidad (pero sí alevosía), porque aquí no hay ni GPS ni ‘radio tuk-tuk’ que controle el tinglado. Se impone, por tanto, el famoso regateo, el mismo que hay que usar a diario para comprar el pan, comer cangrejo o hacer una excursión.
Y es que en esto de los precios no hay patrones ni estándares que valgan. La única consigna es que el vendedor siempre debe salir ganando. Sin pasarse, claro, pero que note que hay algo de beneficio en el tema. Para nosotros, hijos del euro, este particular no supone un gran esfuerzo, especialmente si se trata de almorzar por dos duros o comprarte un modelito plagiado de ‘Gucci’ por el precio que te costaría en España entrar en el cine.
Pasear en tuk-tuk (hay una versión ecológica con bici en lugar de moto llamada kang) suele ser algo más que un viaje cualquiera. Excluyendo una excursión en autobús por el interior del país, que es más alucinante que buscar el templo perdido de Indiana Jones, los trayectos tuktukerianos (denominación inventada sobre la marcha por mí) son un desafío a prueba de normas y convicciones. Empezando por el tipo de gasolina, aceite y agua que utilizan, a medio camino entre un Fórmula Uno y un camping-gas. Luego está el tema de los papeles, más complicado de explicar que una conferencia de Punset.
Ello por no hablar del desafío que para la lógica racional supone que alguien te ofrezca montar en un tuk-tuk justo cuando te acabas de bajar de uno o cuando acabas de decirle que “no” a otro. Por último, pero no menos importante, está el ya conocido tráfico asiático, lunático y exasperante, donde siempre prima aquella famosa consigna de “maricón el último”.
En cualquier caso, y después de dos semanas de montar en estas curiosas carretas rocieras a motor, tengo claro que son el mejor modo de moverte por el país, siempre y cuando tu culo pueda aguantar baches como abismos y logres refrenar las continuas ganas de liarte a palos con alguien que continuamente, noche y día, te espeta sin cesar ni sentido: tuk-tuk, sir?
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