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lunes, 2 de mayo de 2011

Grises

Bali tiene un color especial. No, no se trata de una nueva versión de la canción que popularizaron Los del Río. Simplemente es así. Queda de manifiesto en sus calles, sus gentes, sus pueblos, su comida, sus turistas e, incluso, en su manera de entender la religión. Ésta va más allá de los templos y las ofrendas, y tiene mucho que ver con la manera de afrontar la vida.

En teoría, los balineses son hinduistas, pero su concepción es muy distinta de la que se practica en la India. Cuando la dinastía Majapahit llegó a la isla en el siglo XI, introdujo su religión y rituales, así como su arte, su literatura, su música y otros elementos culturales. Pero los balineses, que ya disponían de fuertes creencias religiosas, simplemente ‘recubrieron’ con estas nuevas influencias las prácticas existentes. Así, aunque aquí se veneran a los mismos dioses que los hinduistas hindúes (la trinidad formada por Brahma, Shiva y Vishnu), incorporaron a su propio dios supremo, Sanghyang Widi. Sin embargo, y es algo muy propio de los sujetos de aquí, tampoco lo adoran con demasiada frecuencia, y les basta con un santuario desocupado o un trono vacío para sugerir la presencia divina.

Es precisamente aquí donde más singular es la relación de los balineses con sus dioses y sus templos. La creencia de que los espíritus están por todas partes se halla en la base animista que subyace en gran parte de su fe. Por eso, los presuntos espíritus buenos moran en las montañas y traen prosperidad, mientras que los gigantes y demonios merodean bajo el mar. Los espíritus malos, por su parte, vagan por los bosques y playas desiertas, especialmente los fines de semana y a la salida de las discotecas (esta aclaración es de cosecha propia).

Este maremágnum de deidades y las supuestas batallas que entre ellas se generan, provoca que los balineses estén en permanente lucha por mantener esta equidistancia. Eso, traducido al día a día, supone que en cada casa, en cada establecimiento y, en general, en cada esquina, haya ofrendas para rendir homenaje a los buenos espíritus y apaciguar a los malos. Éstos también tienen su propio espacio en los templos, y su principal representante es Durga, la terrible encarnación de la esposa de Shiva. Supongo que de aquí viene la aversión que muchos maridos tienen a sus cónyuges, a las que a buen seguro querrían honrar con ofrendas apaciguadoras cuando llegan a casa a horas intempestivas después de una cena de empresa.

Batallas maritales aparte, en Bali hay un mínimo de tres templos por cada pueblo. Como si del boom inmobiliario se tratase, hay muchos aún en construcción, ya que su importancia es tal que todos son considerados propiedad de la isla. El más destacado es el de Pura Besakih, al que se le conoce como ‘templo madre’. Además de ser el más antiguo y más grande, también cuenta con una negra leyenda, después de que en 1963 el volcán que reposa a su espalda dejase más de 300 muertos tras una violenta erupción.

Durante gran parte del año los templos balineses permanecen desiertos, pero en los días sagrados, cuando los dioses y espíritus ancestrales descienden desde el cielo para visitar a sus devotos (algo así como la Semana Santa), de repente éstos cobran vida durante días de actividad frenética y noches de teatro y danza. Estos singulares festivales, que incluyen hasta peleas de gallos, se celebran como mínimo una vez cada año balinés (cada 210 días). En ellos, y es ahí donde radica el verdadero espíritu libre de este pueblo, tienen cabida hombres, mujeres y niños; gentes de distinta clase y condición; devotos y agnósticos. Blancos, negros… y grises, el color con el que en Bali se designa a los homosexuales (el género que no es blanco ni negro). No en vano, según relatan ellos mismos, el dios verdadero no tiene sexo, por lo que puede ser cualquier cosa, ente, animal o vegetal.

Para llegar a esta conclusión, que cuenta con casi 3.000 años de antigüedad, estos sujetos, que parecen vivir anclados en el pasado, no han necesitado ni leyes de igualdad ni días del orgullo gay. Les bastó con poner un poco de sentido común a sus creencias y llevarlas a la práctica en una sociedad que lleva a gala una tolerancia que muchos quisieran en el mal llamado ‘primer mundo’.



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