Paseando por las calles de Phnom Penh, viendo las caras sonrientes de los camboyanos, uno no es capaz siquiera de imaginar cuánto dolor conservan todavía hoy en sus memorias, ni cuánto sufrimiento fueron capaces de acumular durante los tres años, ocho meses y veinte días que duró el sangriento régimen de los jemeres rojos.
Aquel castigo, que costó la vida a más de dos millones de personas, sigue latente entre los muros de la prisión de Tuol Sleng, el instituto que en 1975 las fuerzas de seguridad del inefable Pol Pot convirtieron en la prisión S-21, un teatro del horror sólo comparable a Auschwitz. No en vano, en ella fueron retenidas y torturadas más de 17.000 personas, ejecutadas progresivamente en los campos de exterminio de Choeung Ek, más conocidos como los Killing Fields.
Convertido ahora en escalofriante museo, la S-21 retrata el lado más oscuro del espíritu humano a partir de fotos, instrumentos de tortura y cráneos hacinados a lo largo de una veintena de salas donde no hay espacio para la compasión ni el perdón. Como los nazis, los jemeres rojos llevaron a cabo un exterminio selectivo que incluyó a hombres, mujeres y niños de toda clase y condición, del que sólo pueden dar fe hoy tres personas, los únicos de los siete supervivientes que todavía están vivos (las tumbas de los últimos 14 presos quedaron en el patio mismo de la prisión).
Uno de ellos es el artista camboyano Vann Nath, famoso en todo el mundo por sus representaciones de las torturas de los jemeres en la S-21. Fue esta habilidad, precisamente, la que le permitió sobrevivir durante un año en este templo infernal, tiempo en el que vio las mayores atrocidades que uno pueda concebir, según relata él mismo en su biografía.
Con el tiempo, sus óleos fueron usados en el proceso judicial contra Pot y sus adláteres, que llevaban un registro meticuloso de sus barbaries del que no pudieron deshacerse cuando las tropas vietnamitas liberaron al país en 1979. Para Vann Nath, que no pudo volver a pintar hasta 15 años después, “aquellas almas murieron sin esperanza, sin luz ni futuro”. “No tuvieron una vida como merecían”, añade el artista, quien junto a otros detenidos prometió contar todo lo vivido si lograba sobrevivir.
Hoy, convertido en restaurador de éxito, reconoce sentir vergüenza cada vez que explica los detalles de aquella tragedia. Pese a todo, deja claro que “ningún juicio hará suficiente justicia a los muertos; por tanto, no podemos pedir demasiada justicia, porque se convertiría en venganza”. Y Camboya no puede permitirse el lujo de seguir mirando hacia atrás con ira. Su futuro es demasiado halagüeño como para continuar lamentándose por las heridas. Éstas quedarán para siempre guardadas en los cuadros de Vann Nath, como si de una macabra visión se tratase. Escenas de un pasado cerrado para siempre bajo la promesa de que algo así no volverá a repetirse jamás.
Aquel castigo, que costó la vida a más de dos millones de personas, sigue latente entre los muros de la prisión de Tuol Sleng, el instituto que en 1975 las fuerzas de seguridad del inefable Pol Pot convirtieron en la prisión S-21, un teatro del horror sólo comparable a Auschwitz. No en vano, en ella fueron retenidas y torturadas más de 17.000 personas, ejecutadas progresivamente en los campos de exterminio de Choeung Ek, más conocidos como los Killing Fields.
Convertido ahora en escalofriante museo, la S-21 retrata el lado más oscuro del espíritu humano a partir de fotos, instrumentos de tortura y cráneos hacinados a lo largo de una veintena de salas donde no hay espacio para la compasión ni el perdón. Como los nazis, los jemeres rojos llevaron a cabo un exterminio selectivo que incluyó a hombres, mujeres y niños de toda clase y condición, del que sólo pueden dar fe hoy tres personas, los únicos de los siete supervivientes que todavía están vivos (las tumbas de los últimos 14 presos quedaron en el patio mismo de la prisión).
Uno de ellos es el artista camboyano Vann Nath, famoso en todo el mundo por sus representaciones de las torturas de los jemeres en la S-21. Fue esta habilidad, precisamente, la que le permitió sobrevivir durante un año en este templo infernal, tiempo en el que vio las mayores atrocidades que uno pueda concebir, según relata él mismo en su biografía.
Con el tiempo, sus óleos fueron usados en el proceso judicial contra Pot y sus adláteres, que llevaban un registro meticuloso de sus barbaries del que no pudieron deshacerse cuando las tropas vietnamitas liberaron al país en 1979. Para Vann Nath, que no pudo volver a pintar hasta 15 años después, “aquellas almas murieron sin esperanza, sin luz ni futuro”. “No tuvieron una vida como merecían”, añade el artista, quien junto a otros detenidos prometió contar todo lo vivido si lograba sobrevivir.
Hoy, convertido en restaurador de éxito, reconoce sentir vergüenza cada vez que explica los detalles de aquella tragedia. Pese a todo, deja claro que “ningún juicio hará suficiente justicia a los muertos; por tanto, no podemos pedir demasiada justicia, porque se convertiría en venganza”. Y Camboya no puede permitirse el lujo de seguir mirando hacia atrás con ira. Su futuro es demasiado halagüeño como para continuar lamentándose por las heridas. Éstas quedarán para siempre guardadas en los cuadros de Vann Nath, como si de una macabra visión se tratase. Escenas de un pasado cerrado para siempre bajo la promesa de que algo así no volverá a repetirse jamás.
No hay comentarios:
Publicar un comentario