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lunes, 23 de mayo de 2011

El cumpleaños del rey

Después de tres décadas de cruenta guerra, Camboya por fin parece haber hallado la paz. Atrás han quedado el odio y el miedo, los asesinatos y la barbarie, que han dado paso a un brillante y prometedor futuro. El camino, sin embargo, será largo, porque no es fácil borrar de un plumazo los vestigios de una deprimente historia que, gracias a Dios, hoy sólo permanece latente en la antigua prisión de Tuol Sleng (ahora museo) y en los Killing Fields (campos de exterminio de Choeung Ek).

El país actual es el estado sucesor del poderoso Imperio Jemer, que durante la época de Angkor dominó gran parte de lo que ahora es Laos, Tailandia y Vietnam. Del esplendor de aquellos días sobreviven como un regalo los legendarios templos selváticos de Angkor, monumentos sin rival en el sureste asiático en cuanto a escala y grandiosidad.

Y es esa singular mezcla entre el simbolismo, la espiritualidad y la más cruda realidad del subdesarrollo, lo que hace de Camboya un lugar mágico que hechiza a los viajeros. No en vano, una vez superados los rigores del sofocante calor y la aplastante humedad reinante, el país se abre de par en par para acoger a todo el que llega con sinceridad y entusiasmo, las dos principales cualidades de un pueblo donde la esperanza de vida apenas supera los 60 años y el salario medio mensual no llega a los 60 dólares.

Esa despiadada realidad no se palpa, sin embargo, hasta que uno no sale de Phnom Penh, la caótica y excéntrica capital del país, núcleo de intrigas políticas y epicentro de una vasta actividad económica e intelectual. En ella, además, uno puede ascender a lo más alto de la espiritualidad en templos como los de Ounalom y Phnom, donde según cuenta la leyenda una mujer llamada Penh (que ahora da nombre a la ciudad) encontró cuatro estatuas de Buda depositadas en el lugar por las aguas del río Mekong. Éste, que otrora fue escenario del intenso tráfico comercial con China, se adentra desafiante en la urbe y le da salida hacia Vietnam, el vecino rico hollywoodiense.

Junto a sus wats (templos), la frugal y engañosa apariencia camboyana tiene en el Palacio Real y la Pagoda de Plata sus mejores ejemplos. No en vano, el rey es ahora una figura meramente decorativa, a la que manejan sin piedad desde el CPP, el partido que gobierna desde 2008. El papel de Sihamoni, que así se llama el ínclito real, poco o nada tiene que ver con el que tenía hace apenas una década su padre, Sihanouk, figura clave en el desordenado proceso de paz camboyano y considerado como el último rey-Dios que ha tenido el país.

Hombre de estado internacional, general, presidente y hasta director de cine, el excéntrico Sihanouk se sumó al bando de los jemeres rojos después del bombardeo ordenado por Nixon contra Camboya en 1969. Pero, como persona inteligente que era, vio que la amistad con el asesino Pol Pot sólo podía generarle problemas, por lo que decidió recluirse en su palacio y posteriormente exiliarse en Pekín hasta que los acuerdos de paz de París lo devolvieron al trono en 1991.

Desde entonces, y como regalo para su golpeado pueblo, Sihanouk decidió recuperar la vieja tradición del ‘cumpleaños real’, que otorga cuatro días de vacaciones a todos los súbditos allá por el mes de mayo. En la práctica, los fastos de la celebración sólo suponen un importante despliegue de luces y sonidos en la capital, que por unos días se disfraza de opulencia para olvidar las heridas que algunos aún portan en sus cuerpos y todos, sin excepción, conservan en sus memorias.

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