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sábado, 28 de mayo de 2011

'Cooperantes'

Desde hace muchos años, y aunque soy socio fiel de una de ellas, recelo de la idoneidad y, sobre todo, la eficacia de las organizaciones no gubernamentales (ONGs) e instituciones internacionales de cooperación y ayuda al desarrollo. Bien es cierto que nunca he trabajado a fondo ni sobre el terreno con ellas, aunque mi experiencia de escritorio y contactillos de mil batallas me permiten ofrecer al una opinión más o menos formada al respecto.

En Camboya, por ejemplo, hay cerca de 3.000 entidades de este tipo, desde las más grandes (Naciones Unidas –con todos sus programas, ejecutivos y parafernalia-, Save the Children, Intermon Oxfam…) a las más pequeñas. El país, indudablemente, aún necesita curarse de las graves heridas que le provocó el doloroso régimen de los jemeres rojos. Éstos, además de causar dos millones de muertos, devastaron buena parte del patrimonio histórico y natural y condenaron a la población a una existencia todavía más miserable de la que ya llevaban. Eso, en términos prácticos, provocó que durante décadas la débil economía camboyana tocara fondo y se colocase a la cola del continente asiático.

Pese a todo, la lagartija camboyana sorteó todos los golpes que le propinaron sus propios conflictos y también sus singulares vecinos, los llamados ‘grandes dragones’ (Tailandia, Singapur, Malasia y Hong Kong), y llegó a ser una de las que más creció entre los años 2006 y 2008, logrando el mágico objetivo del 10% en 2007. Ese boyante contexto, sin embargo, fue una invitación al negocio para cientos de organizaciones de dudosa reputación que acudieron en busca de un nuevo El Dorado.

Esta afirmación, que está reflejada en artículos, libros y ensayos de gente bastante más cultivada que yo, no implica necesariamente que un servidor cuestione el complicado devenir de todas esas ONGs que, con su trabajo constante y sacrificado, han permitido que el país vea la luz al final del túnel. Porque aquéllas, con sus proyectos desinteresados, escasos recursos y mil y una trabas gubernamentales, ayudan a los menores en riesgo de exclusión, a las mujeres víctimas de malos tratos, a los discapacitados, a los enfermos o simplemente a las miles de personas anónimas que son el alma y el corazón de Camboya.

Pero, como ocurre en todas las fiestas, siempre hay alguien que acaba dando la nota. Y si hay muchos invitados, es más fácil que se cuelen tres o cuatro agitadores. Éstos, con carreras, títulos y diplomas ganados a base de dólares, llevan chaqueta y corbata (un pecado con el calor que hace aquí), comen en los mejores restaurantes y pasean junto a jovencitas locales. Cooperan desde un cómodo despacho con aire acondicionado, secretaria y vehículo de alta gama en el garaje. Bajo el paraguas de sus entidades ‘sin ánimo de lucro’, se quedan con los mejores proyectos, los que conllevan las subvenciones más altas, y regresan a sus lugares de origen henchidos de orgullo por haber contribuido al desarrollo de un país que, realmente, no les debe nada.

Menos mal que sujetos así no suelen durar mucho cuando el calor aprieta, y con la llegada del monzón huyen como ratas ahogadas por la lluvia. Cogen sus maletas, empaquetan todas las compras que hicieron el único día que acudieron al mercado local y se apoltronan en sus asientos de primera clase en el avión que les devuelve al mundo del que nunca debieron salir. Aquí se quedarán los muertos de hambre, los intocables de una sociedad que no los echará de menos y que, en valores, siempre estará muy por encima de esa presunta cooperación altruista.































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