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viernes, 25 de marzo de 2011

La jungla de asfalto y los pies negros

Una de las experiencias que uno no debe perderse si viaja a Nueva Zelanda (o, en su defecto, cualquier otro país de la Commonwelth) es la de alquilar un coche. Y no por el simple hecho de acomodar tu trasero a un asiento que no conoces, ni tampoco por comprobar cómo suena el ‘cd’, sino básicamente por sentir ese placer que supone conducir por la izquierda. Desde que uno entra en el vehículo -tras descubrir que el volante está en el lado derecho, claro- siente que va a experimentar una especie de dislexia de consecuencias impredecibles.

Empezando por los cinturones de seguridad o la caja de cambios, y terminando por los intermitentes y el limpiaparabrisas. Todo está donde se supone que no debería estar. A partir de aquí, empieza la difícil tarea de ponerse en marcha. Uno, que ha bregado en mil batallas –automovilísticas, por supuesto-, trata de sobreponerse a las dificultades, que no son pocas. Por ejemplo, ceder el paso a los que vienen por la izquierda, entrar en una rotonda por la ‘siniestra’ –que dirían los italianos- o evitar los choques frontales con los que aparecen por la derecha.

Lejos de mejorar, con el paso de los kilómetros la situación tiende a empeorar, porque uno empieza a confiarse y acaba por adoptar los viejos vicios nacionales, como tratar de sintonizar una cadena musical o buscar el móvil en la guantera. Para evitarlo, nada mejor que tener a la parienta en el asiento de al lado, ya que su nivel de tensión nunca decrece por el miedo a los bordillos y los golpes laterales. Ello por no hablar de los matrimonios que han roto las señalizaciones de las carreteras y los intentos por transcribir al castellano los mapas de las ciudades, que están a la altura de los mejores jeroglíficos egipcios.

Pese a todo, la experiencia vale la pena, sobre todo si lo comparamos con lo que puede llegar a suponer hacer un simple trayecto en taxi o coger un autobús en una urbe como Auckland, donde hay cuatro compañías identificadas por colores y números que van del 2 al 890.

Aunque quizá no tenga nada que ver con lo anterior, no quería dejar pasar la ocasión para hablar de una de las costumbres más arraigadas en la sociedad ‘kiwi’ –otro día hablaré de esta palabra, que usan para casi todo-, como es la de caminar descalzo. Dicho así bien podría parecer una nimiedad, pero la realidad es mucho más profunda. Porque no se trata de realizar algún que otro trayecto sin usar aquella prenda tan básica que ya empleábamos en el Neolítico. No. Hablo de ir de un lado para otro y continuamente sin zapatos. Y les da igual que llueva o que haya que conducir, que ellos marchan tan a gusto con los dedillos al aire.

Imagino que dicha costumbre tiene mucho que ver con la diferencia entre las madres europeas –más concretamente las españolas- y las neozelandesas, porque yo no imagino a la mía dejándome entrar en casa cada día con los pies negros. De hecho, aún recuerdo con pavor aquella vez que llegué al apartamento de la playa con un poco de arena en las chancletas, que tuve que recoger después de un furibundo ataque verbal de mi progenitora. Algo así nunca pasará, supongo, en una casa de Auckland.

Pensándolo bien, quizá conducir por la izquierda y pasear descalzo sí tengan algo que ver, al menos para mí, porque tienen en común la negrura del asfalto y lo negro que yo terminé comprobando cómo se las gastan en este maravilloso país.



1 comentario:

Anónimo dijo...

Quillo!! Aunque se conduzca por la izquierda se cede el paso a la derecha!! Al menos es lo que nos dijeron a nosotros, que NZ era un poco especial a la hora de conducir por eso en particular. Ten cuidado con las multas :D
Por cierto, eso de los pies descalzos será en verano, porque en invierno cuando fuimos nosotros tenían sus buenas botas siempre puestas ;)