Después de haber visitado, en los últimos siete días, los aeropuertos de Tenerife, Sevilla, Madrid, Londres, Bangkok, Sidney y Auckland (tengo otra larga lista en mi mochila en los últimos 20 años) creo que estoy más que capacitado para escribir unas cuantas líneas sobre esas pequeñas urbes donde se cruzan diariamente los destinos de millones de personas. Los hay para todos los gustos. Grandes, pequeños, clásicos, de diseño, caros y aún más caros. Sin embargo, y aunque todos tienen una idiosincrasia particular, poseen un denominador común: su vida. Como un corazón, no dejan de latir las 24 horas del día, acogiendo y sirviendo de epicentro a los rumbos de cientos de sujetos anónimos que necesitan de su existencia.
Paradójicamente, el hecho de ser meros espectadores de historias cotidianas, hace que no reparemos en lo que puede llegar a significar un aeropuerto para una persona. Y si no que se lo pregunten a las decenas de ‘sin techo’ que habitan en el londinense aeródromo de Heathrow. Vagan sin rumbo ni dirección fija, dejando pasar las horas con el mismo ritmo tácito con que aterrizan y despegan los aviones. Sin saberlo, son espectadores de éxitos y fracasos, alegrías y penas, esperanzas y frustraciones que bien sirven para explicar sus propias vidas.
Nada que ver con la opulencia de las galerías comerciales del aeropuerto australiano de Sidney. Los trajes de Armani y los sensuales sujetadores de Victoria’s Secret rivalizan con los koalas y los canguros de peluche, fiel retrato de una sociedad ‘aussie’ en la que compiten lo tradicional y lo moderno, el majestuoso edificio de la Opera y los abandonados aborígenes del desierto. Tiempo habrá más adelante de detenernos y relatar alguna aventura en tierras australes.
Como tiempo habrá también para contar lo que uno puede llegar a sentir cuando se pisa Asia por primera vez. Apenas una hora y media nos bastó en el aeropuerto de Bangkok para comprobar lo fascinante que puede llegar a ser un país como Tailandia. Templos, playas, negocio y, por qué no decirlo, algunas de las mujeres más bellas que uno ha podido contemplar en los últimos años (Oli, sin acritud).
Y por fin aterrizamos en Auckland. Después de 26 horas y 4 escalas, la capital oficiosa de Nueva Zelanda nos recibió con los últimos rayos de sol del verano, un atasco monumental y la apasionante experiencia de conducir por la izquierda. Pese a los problemas que ya preveíamos para encontrar nuestro primer alojamiento (que solventamos apelando al tópico 'más vale tarde que nunca'), sería imposible describir con palabras lo que supone para un provinciano como yo llegar hasta el quinto continente (cuando te lo enseñan en el colegio, Oceanía siempre va en último lugar). Imagino que será así por mera tradición histórica, porque se trata de un lugar que todavía no ha sido explorado del todo.
Nosotros empezaremos a descubrirlo hoy mismo, y a través de nuestros ojos, también lo veréis todos (con un mínimo de 12 horas de retraso, claro). Eso sí, será poco a poco, que no hemos viajado tanto para ir con prisas. Para eso ya están los aeropuertos de Tenerife, Sevilla o Madrid, a los que, yo por lo menos, ya considero casi como mi casa. Con sus padres, sus hijos, hermanos y demás familia. Pequeñas urbes con vida propia.
Paradójicamente, el hecho de ser meros espectadores de historias cotidianas, hace que no reparemos en lo que puede llegar a significar un aeropuerto para una persona. Y si no que se lo pregunten a las decenas de ‘sin techo’ que habitan en el londinense aeródromo de Heathrow. Vagan sin rumbo ni dirección fija, dejando pasar las horas con el mismo ritmo tácito con que aterrizan y despegan los aviones. Sin saberlo, son espectadores de éxitos y fracasos, alegrías y penas, esperanzas y frustraciones que bien sirven para explicar sus propias vidas.
Nada que ver con la opulencia de las galerías comerciales del aeropuerto australiano de Sidney. Los trajes de Armani y los sensuales sujetadores de Victoria’s Secret rivalizan con los koalas y los canguros de peluche, fiel retrato de una sociedad ‘aussie’ en la que compiten lo tradicional y lo moderno, el majestuoso edificio de la Opera y los abandonados aborígenes del desierto. Tiempo habrá más adelante de detenernos y relatar alguna aventura en tierras australes.
Como tiempo habrá también para contar lo que uno puede llegar a sentir cuando se pisa Asia por primera vez. Apenas una hora y media nos bastó en el aeropuerto de Bangkok para comprobar lo fascinante que puede llegar a ser un país como Tailandia. Templos, playas, negocio y, por qué no decirlo, algunas de las mujeres más bellas que uno ha podido contemplar en los últimos años (Oli, sin acritud).
Y por fin aterrizamos en Auckland. Después de 26 horas y 4 escalas, la capital oficiosa de Nueva Zelanda nos recibió con los últimos rayos de sol del verano, un atasco monumental y la apasionante experiencia de conducir por la izquierda. Pese a los problemas que ya preveíamos para encontrar nuestro primer alojamiento (que solventamos apelando al tópico 'más vale tarde que nunca'), sería imposible describir con palabras lo que supone para un provinciano como yo llegar hasta el quinto continente (cuando te lo enseñan en el colegio, Oceanía siempre va en último lugar). Imagino que será así por mera tradición histórica, porque se trata de un lugar que todavía no ha sido explorado del todo.
Nosotros empezaremos a descubrirlo hoy mismo, y a través de nuestros ojos, también lo veréis todos (con un mínimo de 12 horas de retraso, claro). Eso sí, será poco a poco, que no hemos viajado tanto para ir con prisas. Para eso ya están los aeropuertos de Tenerife, Sevilla o Madrid, a los que, yo por lo menos, ya considero casi como mi casa. Con sus padres, sus hijos, hermanos y demás familia. Pequeñas urbes con vida propia.
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