La lucha electoral para los comicios del próximo día 23 ha
evidenciado un frente racista-nacionalista dentro del espectro político
del país. El atractivo de los partidos –empezando por el Laborista,
progresista y un pelín elitista, y el conservador Likud– rebasa de largo
la ideología para apelar también a las diferencias de origen nacional
de los distintos segmentos de la sociedad. Políticamente, el Israel de
los primeros años fue obra ante todo de intelectuales y una clase media
blanca, gente venida de la Unión Soviética, algunos de América así como
los judíos desplazados por los terrores de la II Guerra Mundial y el
racismo nazi.
Eran los pioneros e impusieron su sello al nuevo Estado y al quehacer político. Y eran en su gran mayoría los militantes y votantes del Partido Laborista, de ideología socialdemócrata. Lógicamente, los judíos residentes y los venidos en aquel entonces de los territorios vecinos desempeñaron un papel secundario en el devenir del nuevo Estado. No pintaban mucho y lo notaban. Pero a medida que arraigaba la viabilidad del Estado judío, al país llegaban oleadas de nuevos ciudadanos. Eran cada vez más los europeos del Este, ahora ya de una extracción muy pequeño burguesa o incluso campesina. Y creció también la importancia de la inmigración africana, ante todo, procedente de Marruecos, de las naciones árabes, de Iraq y Etiopía así como –pero en mucho menor medida– de Irán y otras naciones de Oriente Medio.
Entre 1947 y 1970 la inmigración procedente del entorno árabe-musulmán alcanzó cerca de las 800.000 personas. Más de un cuarto de millón procedía de Marruecos; 135.000, de Iraq, y 100.000, de Etiopía. Esta segunda oleada de inmigrantes no tenía, en general, el nivel cultural de los fundadores y se vieron tutelados por estos últimos. O dicho con crudeza: esta inmigración peor preparada se sintió discriminada, tratada como ciudadanía de segunda clase. Y se apartó del Partido Laborista de Golda Meir, Ben Gurion, Itzak Rabin, etcétera.
Naturalmente, todo esto es relativo, muy relativo, en una sociedad creada a galope y en un clima de gran pasión. Y es lo que explica que el dirigente conservador Begin descendiera de una familia de Europa Oriental, al igual que los Netanyahu. O que en los primeros años hubiera más ministros de ascendencia oriental en los Gobierno laboristas que en la dirección del Likud.
Pero ahora imperan tiempos duros, de penurias para muchos, y a la percepción de los orígenes diferentes se suman irritaciones económicas que llevan a los más desfavorecidos a ver en el bienestar de las familias de la "inmigración de primera clase" una discriminación racial. Y así, el radicalismo de Lieberman –inmigrado en 1978 desde, a la a la sazón, República Moldava soviética– cuenta con los votos de la inmigración rusa más desfavorecida (cerca de un millón de personas). Y las minorías nacionales que carecen de líderes en el Likud, votarán a pesar de ello, seguramente, también a este partido como repudio al Partido Laborista, que ellos consideran el partido de los ricos.
Publicado en el diario La Vanguardia
Autor: Valentín Popescu
Eran los pioneros e impusieron su sello al nuevo Estado y al quehacer político. Y eran en su gran mayoría los militantes y votantes del Partido Laborista, de ideología socialdemócrata. Lógicamente, los judíos residentes y los venidos en aquel entonces de los territorios vecinos desempeñaron un papel secundario en el devenir del nuevo Estado. No pintaban mucho y lo notaban. Pero a medida que arraigaba la viabilidad del Estado judío, al país llegaban oleadas de nuevos ciudadanos. Eran cada vez más los europeos del Este, ahora ya de una extracción muy pequeño burguesa o incluso campesina. Y creció también la importancia de la inmigración africana, ante todo, procedente de Marruecos, de las naciones árabes, de Iraq y Etiopía así como –pero en mucho menor medida– de Irán y otras naciones de Oriente Medio.
Entre 1947 y 1970 la inmigración procedente del entorno árabe-musulmán alcanzó cerca de las 800.000 personas. Más de un cuarto de millón procedía de Marruecos; 135.000, de Iraq, y 100.000, de Etiopía. Esta segunda oleada de inmigrantes no tenía, en general, el nivel cultural de los fundadores y se vieron tutelados por estos últimos. O dicho con crudeza: esta inmigración peor preparada se sintió discriminada, tratada como ciudadanía de segunda clase. Y se apartó del Partido Laborista de Golda Meir, Ben Gurion, Itzak Rabin, etcétera.
Naturalmente, todo esto es relativo, muy relativo, en una sociedad creada a galope y en un clima de gran pasión. Y es lo que explica que el dirigente conservador Begin descendiera de una familia de Europa Oriental, al igual que los Netanyahu. O que en los primeros años hubiera más ministros de ascendencia oriental en los Gobierno laboristas que en la dirección del Likud.
Pero ahora imperan tiempos duros, de penurias para muchos, y a la percepción de los orígenes diferentes se suman irritaciones económicas que llevan a los más desfavorecidos a ver en el bienestar de las familias de la "inmigración de primera clase" una discriminación racial. Y así, el radicalismo de Lieberman –inmigrado en 1978 desde, a la a la sazón, República Moldava soviética– cuenta con los votos de la inmigración rusa más desfavorecida (cerca de un millón de personas). Y las minorías nacionales que carecen de líderes en el Likud, votarán a pesar de ello, seguramente, también a este partido como repudio al Partido Laborista, que ellos consideran el partido de los ricos.
Publicado en el diario La Vanguardia
Autor: Valentín Popescu
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