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lunes, 27 de octubre de 2014

Esclavos del siglo XXI



Las autoridades de Brasil rescataron el año pasado a 5.244 trabajadores que vivían en condiciones de esclavitud en el país americano, la mitad de ellos explotados por la industria de la caña de azúcar y el etanol, según denuncia una ONG vinculada a la Iglesia católica. Según datos de la Comisión Pastoral de la Tierra del Episcopado brasileño, “desde 2007 la utilización de mano de obra análoga a la esclavitud ha crecido en ese sector a la misma velocidad que el interés del gobierno en ese cultivo”. En lo que va de año, y lejos de mejorar, la situación ha empeorado, y ya son más de 10.000 los proletarios rescatados de la esclavitud, la mayoría de los cuales estaban vinculados a los lucrativos negocios del azúcar y el etanol. El Gobierno brasileño, forzado por las evidencias, tuvo que reconocer oficialmente la existencia de trabajo esclavo, caracterizado por explotación de mano de obra en condiciones “precarias e inhumanas”. No en vano, esos trabajadores son empleados a cambio de comida o de míseros salarios (menos de 30 dólares al mes), a menudo en condiciones de confinamiento y en jornadas de 14 y 16 horas que no les llegan ni para pagar las deudas por el transporte y la alimentación contraídas con sus propios empleadores, quienes por supuesto niegan que se use al personal de esta forma. 

El ejemplo de Brasil, uno de los países más boyantes del planeta en estos momentos, es de los más significativos dentro del amplio y trágico espectro de estados en los que, en pleno siglo XXI, todavía se sigue dando un fenómeno que parecía erradicado hace lustros, como es la esclavitud. Y es que, aunque histórica y legalmente fue abolida allá por 1848, casi 30 millones de personas en el mundo continúan siendo esclavos, según el índice que elabora cada año la prestigiosa y nada sospechosa Walk Free Foundation. Esta sostiene en su último informe que al menos 30 países en cuatro continentes (Oceanía parece ser el único lugar civilizado donde no se registran actuaciones de este tipo) adoptan fórmulas que se definen como “esclavistas” con la clase trabajadora; es decir, más de un tercio de la población es obligada a trabajar mediante amenazas psicológicas y es convertida en mercancía y propiedad por sus empleadores. Esta deshumanización resulta más lamentable todavía en el caso de los menores de edad, casi un 20% del total de esclavos, que trabajan en condiciones de explotación o de riesgo. 

Todos estos datos, vistos cómodamente desde nuestras poltronas de acomodados proletarios mileuristas, parecen sacados de una novela o de una película de serie B, pero esconden una realidad que abochorna a muchos gobiernos y obliga a la mayoría a mirar hacia otro lado. Porque detrás de la explotación laboral, además de cifras, hay dramas que tienen nombres y apellidos, que jamás saldrán en las páginas de los periódicos ni gozarán de reseñas en los telediarios. Porque aquí, la actualidad, lo que vende e importa, pasa por un grupo de sujetos que dan patadas a un balón; por una pléyade de vividores que pagaban con tarjetas sin cargas fiscales; por medios basura que airean las miserias de la España rosa. A todos ellos, sin excepción, les importa bien poco que hombres, mujeres y niños sean sometidos, vejados y explotados en distintos puntos del planeta, porque nos sobra egoísmo y nos falta valor para ayudar a cambiar las cosas.


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