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miércoles, 23 de abril de 2014

El reto de lo desconocido

Cuando una persona rechaza la pasión en general, o se siente incapaz de seguir una pasión ya nacida, transformándola así en mera obsesión, es porque se niega a aceptar la totalidad de esta. En la totalidad del amante -como en cualquier otra- se incluye también lo desconocido; ese elemento de lo desconocido que aparece evocado por la muerte, el caos o las situaciones más extremas. Quienes están condicionados a tratar lo desconocido como algo exterior a ellos mismos, como algo contra lo que tienen que estar continuamente tomando medidas, vigilantes, pueden rechazar la pasión. No se trata de que teman lo desconocido. Todo el mundo lo teme. La cuestión es saber en dónde se sitúa lo desconocido. Nuestra cultura nos anima a localizarlo fuera de nosotros. Siempre. Incluso se considera que la enfermedad es algo que viene de fuera.

Localizar lo desconocido como algo que existe ahí fuera es incompatible con la pasión. La totalidad de la pasión oprime -o socava- al mundo. Los amantes se aman con el mundo. El mundo es la forma de su pasión, y todos los sucesos que experimentan o imaginan constituyen la iconografía de su pasión. Por eso, la pasión está dispuesta a arriesgar la vida. Se diría que la vida es sólo la forma de la pasión. Ahora, justo en una semana en la que los católicos celebran una pasión incondicional, parece un buen momento para reflexionar sobre la idoneidad de las pasiones, las mal entendidas, las irrealizables, las reconocibles, las desesperadas y las devotas. La de una madre con su hijo, la del primer amor, la de la vejez, la de la muerte. Estamos acostumbrados a movernos por pulsiones, dejando a un lado la razón y citándonos continuamente con el corazón. Solo desde ahí dentro encontramos sentido a muchas de nuestras experiencias, a nuestra trayectoria vital. Solo desde lo más profundo intentamos explicar lo inexplicable, la fe, lo irracional. Los creyentes lo llaman ‘más allá’ y los científicos ‘azar’. Nos pasamos la vida buscando el sentido a cosas que no lo tienen, imbuidos por una rutina que nos hastía y nos devora.

Con el tiempo, nos daremos cuenta de que todo pasa por algo, que llega porque sí, porque avanzamos sobre la creencia de que, de una manera u otra, tocados por la tragedia o por la enfermiza indiferencia, todos estamos traumatizados y avanzamos sin brújula a través de un páramo. En Occidente, la estupidez y la cobardía existencial que reina sobre nuestra falta de intentos y compromisos con la vida nos hacen negar la muerte, mantenerla tan aparte como nos sea posible, así que nuestro paseo por el páramo no considera viable la existencia de lobos o hienas. Y en el caso de que aparezcan, dejamos en el borde los cuerpos de pequeños animales para que se ocupen de ellos antes que de nosotros. Nos cuesta mucho saber por qué y por dónde empezar, de qué manera dejar de lloriquear, cómo dejar de temblar al borde y mantener las manos abiertas. Y a pesar de todo, siempre llegamos a alguna parte, porque como dijo un poeta sobre otro, “mañana no será lo que Dios quiera”.

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